“¿¡Qué?! ¿Que no hay metro? ¿Que se lanzaron en La Hoyada?” grita de manera inquisitiva un amigo mío a quien quiera que esté al otro lado de su teléfono celular, mientras el resto de la gente en la parada de autobuses, allá arriba en el valle de Sartenejas, lo mira y lo escucha atento, como en busca de algún otro dato irrelevante, puesto que quién haya sido y dónde haya sido no tiene mayor importancia: las consecuencias serán las mismas, y siempre catastróficas.
Lo primero que pienso: “No voy a poder comprar el pasaje a Valencia”, lo último que se me pasará por la cabeza: ¿Quién será aquel que decidió llevarse con su vida la aparente normalidad de cientos de miles?.
Camino a Caracas, pienso en todo lo que tengo que hacer, lo que tendré que hacer y lo que dejé de hacer, tal vez por estupidez o tal vez por mi olvido, será más bien por mi descuido.
Llegamos a la Av. Bolívar, todo parece estar en perfecta normalidad: no hay ríos de personas en las calles, los autobuses no parecen latas de sardinas a punto de reventar, y la gente parece estar de un ánimo más o menos habitual. No hay quien se queje protestando: ¿¡No se podía lanzar en otro momento!?
Bajamos las escaleras, sí, todo está ya en normalidad una vez más; hablamos por un momento, no pasa mucho tiempo, me bajo una estación después: Colegio de Ingenieros; voy a comprar mi pasaje a Valencia, y por los momentos lo único que pienso es que lo logré, pude comprar el pasaje.
Llamo a mi tío, no tengo ganas de usar el transporte público de nuevo, que por lo menos se levante una vez de su cama.
Llego a esta casa, sigo pensando en mi, en lo que a mi me pasa y en lo que a mi me concierne. Llamo a mi casa, hablo con mi papá, hablo con mi mamá, y me dice: “leí que hubo un arrollamiento en Colegio de Ingenieros”, ¿no fue en La Hoyada? –pregunto yo-, a lo que me responde: “no, fue en Colegio de Ingenieros, a eso de las 5”. Enseguida se me hiela la sangre.
Se me hace difícil creer, que a sólo 2 horas de haberse perdido aquella vida, yo hubiese estado pasando por ahí, tan normal como siempre, tan campante como siempre, se me hace difícil digerir mi propia indiferencia y enseguida me pongo a pensar: ¿No tenía acaso aquella persona una vida? ¿Que hizo que se la quitara? ¿Será que los problemas pueden llegar a ser tantos? ¿Y qué si fue un impulso momentáneo? Ya no habrá para él vuelta atrás.
Me siento un insensible, me percato que todo lo que estuve haciendo –como la mayoría de nosotros- fue pensar en mi mismo, o por lo menos en mi vida, ¿Por qué es que no me importa la vida de aquel infortunado? ¿Cómo es posible que lo primero que haya pensado haya sido la aparente imposibilidad de comprar mi pasaje a Valencia? Lo único que me hace reflexionar es la noticia que me da mi mamá.
Quiero una razón, quiero saber porqué tan sólo 2 horas después, yo estuve ahí parado, ¡como si nunca nada hubiese pasado!. En un lugar donde se dio un último paso, una última decisión y tal vez un último e inútil arrepentimiento, donde un mudo sonido estalló, el mismo lugar donde la sangre corrió, y un cuerpo totalmente mutilado e irreconocible quedó bajo un grande y pesado caballo de hierro.
Quiero saber porqué por esos rieles pasaron cientos de miles de personas, totalmente indiferentes a lo que había sucedido, como si nada hubiese pasado, ¿Qué acaso no tienen ellos vidas propias que valoran y por ello lamentar que algo así haya pasado? ¿Es que ya no nos pasa ni siquiera por la conciencia plantearnos un “Por Qué”?. Quisiera saber porqué nuestra indiferencia. Quiero creer que no somos tan solo cifras, estadísticas que evaluar, porcentajes predecibles, números que contar; pero una vez más me decepciono, y es que no concibo tanta normalidad en un suceso completamente anormal que simplemente se nos ha hecho “familiar” por costumbre. Aquella persona tenia una vida, podía sentir, disfrutar y lo mas probable ver, saborear y olfatear todo aquello que lo rodeaba. Debió haber amado y debió haber odiado. Aquella persona decidió apartarse ella misma, la posibilidad de aprovechar todo aquello que se nos ofrece, desde el mismísimo momento en que nacimos. ¿¡Por qué!?, ¿Por qué cerrarse a la posibilidad de amar, de ser amado, de sentir, de ser y de saberse alguien? No lo entiendo, pero mucho menos entiendo por qué tantos pasaron, y –estoy bastante seguro- tan pocos reflexionaron. ¿De que habrá servido la acción de aquel hombre?, lo temeré, pero muchos dirán: “para sacar la cuenta y un ‘average’ de la cantidad de suicidas bajo tierra de nuestra ciudad”.
La sangre corrió, pasan un par de horas, un joven se apresura para poder comprar un ticket de vuelta a casa, un niño pregunta a su mamá que habrá de comer, un hombre piensa –como muchos- en que maromas hará para poder tener un respuesta a esa pregunta, aquel otro piensa en todo ese estúpido papeleo que tiene que hacer, una mujer ve su propio reflejo y con una mano se retoca el cabello, algún viejo verá con nostalgia cómo ha pasado el tiempo, cómo ha cambiado su ciudad, mientras un hombre con la mirada hacia abajo, observa incrédulo el lugar donde alguna vez estuvo su cuerpo mutilado y se dice a si mismo en tono un poco reprendedor. “y todos tan normal…”.